Jaime Bayli tiene la particularidad de transmitir su estado de ánimo cuando escribe. El artículo puede ser alegre, trsite o socarrón pero uno logra captar el sentimiento que irradia el escritor. Es como cuando escuchas a un cantante y sientes su energía. Para mí la mas grande cantante peruana en transmitir emociones al cantar en vivo fue Lucha Reyes. Ese don me lo recuerda Jaime Bayli cuando leo sus buenos artículos. Aqui el últimop que encuentro en el diario Perú 21 donde Jaime escribe: La columna de Jaime Bayly | Lun. 28 feb
Cosas perdidas
Autor: Jaime Bayly
Diario Perú 21
UNO, EL PREMIO
A los dieciocho años salí por primera vez en televisión. Era el Canal 5 de Lima, Perú. Hice comentarios políticos en tono irritante de sabelotodo. Vestía un traje y una corbata que me prestó mi abuelo. El dueño del canal me felicitó y me contrató. Meses después, me nominaron en la categoría “Revelación de la Televisión Peruana, 1984” de ciertos premios ya desaparecidos. Me invitaron a la ceremonia. Me conminaron a asistir en frac (o “en corbata michi”, como decíamos entonces). No tenía frac ni corbata michi ni ganas de vestirme así. No fui a la ceremonia. Pude verla por televisión. Gané el premio. Un legendario locutor, la voz emblemática del canal, lo recibió en mi nombre y dijo unas palabras amables. Días más tarde, tuvo la generosidad de entregarme el premio de un modo discreto. Con cariño, me amonestó por no haber asistido a la ceremonia. Una vez en mi departamento de la calle Basadre, puse el premio (una réplica gris, chapucera, de las estatuillas doradas que conceden en los Oscar) en algún estante de la sala. El premio tuvo corta vida. En ese departamento no cultivaba el hábito de quererme siquiera un poco. Una noche, intoxicado, pronuncié un discurso imaginario y luego arrojé el premio a la multitud. Como no había nadie abajo, escuché el impacto de la estatuilla metálica en la acera, rompiéndose en pedazos.
DOS, EL AUTO
Gracias a un préstamo del tío Francis, notable pintor aficionado y amante de los pañuelos de seda, compré un Fiat modelo Brava, color gris, asientos de cuero, caja mecánica, cinco cambios. Corría como una liebre asustada. Apretaba el acelerador y era como un avión. Con mis amigos Carlos Gómez y Carlos Montoya, hacíamos carreras de autos desde La Planicie hasta el campus de La Católica en el culo del mundo. Nunca chocamos, pero a punto estuvimos. Eran los años locos, autodestructivos, los años insomnes de caminar por las paredes. Nunca llevé el Fiat a un taller. Olvidé que debía hacer tal cosa. Como era previsible, de tanto hacerlo correr, el Fiat se fatigó. Ocurrió en un viaje a unas playas desiertas de Paracas con Carlitos Gómez. De pronto, el auto empezó a arder en llamas en medio del desierto. Carlitos y yo estábamos de ánimo risueño, de modo que el espectáculo, lejos de asustarnos, nos pareció bello, fascinante, sobrecogedor, y nada hicimos para apagar el incendio. Nos alejamos por temor a que estallara, nos sentamos en el desierto y vimos cómo el Fiat Brava se cansó de rugir y decidió suicidarse. Allí se quedó. Allí lo dejé abandonado. Me pregunto si habrá todavía algunos fierros chamuscados sobre la arena díscola de Paracas.
TRES, LA PISTOLA
Cuando cumplí diecinueve años, mi padre me llamó por teléfono (ya entonces lo veía muy rara vez) y me dijo que tenía un regalo para mí. Para mi padre, las pistolas (en general, las armas de fuego) y los relojes Rolex eran pequeños tesoros que le brindaban incalculable felicidad. Los coleccionaba con un sentimiento parecido al amor. Por eso cuando me regaló una pistola italiana marca Beretta sentí que el obsequio me llegaba cargado de afecto y de un tácito reconocimiento a mi hombría. Yo sabía disparar, había disparado con mi padre desde niño, había matado animales con él. Me entregó la pistola y las municiones y me dio los consejos previsibles. Una noche, intoxicado, me detuve en el túnel de La Herradura y vacié la recámara de seis proyectiles calibre 22 en medio de un fragor multiplicado en ecos infinitos. Sabe Dios dónde terminaron aquellas balas perdidas. Sabe Dios que terminé vendiendo esa pistola a un reportero barbudo de la televisión. Nunca debí vender la pistola que me dio mi padre. Nunca. Es uno de esos errores que no se olvidan. A poco de morir, mi padre regaló sus pistolas más preciadas a algunos de sus hijos. No me incluyó. No merecía una pistola más. Señor reportero, si vive aún y lee estas líneas, le compro la pistola, fije usted el precio que le parezca justo.
CUATRO, LA CASACA
En aquellos años alucinados estaba de moda usar esas casacas. Yo no tengo la culpa de esa moda, todos o casi todos las usábamos. Les decíamos Members Only y eran unas casacas que entonces parecían elegantes y ahora parecerían horrendas. Yo tenía una colección de Members Only. Como pasaba todos los meses por Miami, compraba casacas para mí y para mis amigos. El azul y el negro eran mis colores favoritos; el guinda podía pasar; el blanco estaba claramente prohibido, nunca tuve una Members Only blanca, doy fe de ello. Una mañana fui al quiosco de siempre a comprar el periódico y el señor que me vendía los diarios estaba llorando. Me contó que la noche anterior había caído al mar un avión con el equipo de Alianza Lima. No había sobrevivientes. El hombre lloraba con aplomo, como lloran los nobles o los valientes: escondiendo el llanto, llorando para sí mismo. Era imposible no advertir que una tristeza profunda lo desgarraba. Me quité la casaca negra Members Only y se la regalé. Nunca más volví a ver al centrodelantero de Alianza Lima que estudió en mi clase del Markham.
CINCO, EL RELOJ
Es una de esas pocas noches en televisión que perduran en mi memoria. Estaba conversando con Sabina, que hace de la conversación un arte y tiene un don musical con las palabras y posee la sabiduría afilada del que ya está de vuelta de todo. Fuimos a comerciales. Noté que su reloj era llamativamente elegante. Se lo dije. No debí. Sabina no lo dudó: se sacó el reloj y me lo regaló. Intenté devolvérselo, pero ya era tarde. Años después, salí de una función de medianoche en algún cine de Buenos Aires, pasó zumbando una moto como de repartidor de pizzas, se detuvo a mi lado, un muchacho me arrancó el reloj y se llevó como un pirata el botín que otro pirata me había legado. Desde entonces no sé qué hora es.
SEIS, EL CRUCIFIJO
Una vidente argentina de la calle Ocho de Miami vino a mi programa y, tras la entrevista y las profecías que con toda probabilidad no habrían de cumplirse, me regaló un bello crucifijo de plata con incrustaciones azuladas. Me dijo: Llévalo siempre contigo, te protegerá de la maldad de todos los que te envidian. Me dije: Bien, lo llevaré conmigo incluso a las reuniones familiares. Y eso hice. Y eso hago. Sólo que de tanto meterlo y sacarlo de los bolsillos, y de tanto besarlo y pedirle favores e intercesiones, un día se me perdió el Cristo crucificado, se desprendió de la cruz, se bajó de la cruz, se cansó de estar tantos días clavado en esa postura agonizante y se fue a algún lugar incierto pero con seguridad mejor que mis bolsillos. De momento me queda la cruz azulada, pero Cristo se ha bajado. Espero que la cruz me proteja, en efecto, de la maldad. Dicho de otro modo: espero que me proteja de mí mismo. No soy optimista. La deserción de Cristo parece una señal inquietante.
SIETE, LA CORBATA
Hace poco, en vísperas de un cumpleaños, mi hermano Andrés vino a verme a la casa después de cumplir sus obligaciones en el banco. Con esa notable combinación de inteligencia y buen humor que lo hacen tan encantador, Andrés me regaló dos corbatas: una de color naranja que él, previsor, había comprado en Londres, y otra de color morado que mi madre le pidió que comprase para mí. Al despedirnos, noté que la corbata que vestía Andrés era particularmente estimable. Le dije en tono de broma: te cambio las dos que me has regalado por la que tienes puesta. Para mi sorpresa, Andrés me dijo: esta corbata se la regalaste a papi y él me la regaló a mí. No recordaba (no recuerdo) la circunstancia en que le regalé esa corbata a mi padre. Pero, por lo visto, él se la obsequió a Andrés antes de morir. Fue una decisión sabia: sin duda, la corbata se ve mejor en el pecho noble de Andrés que en el mío desalmado. Pensé: tal vez si no le hubiera vendido la pistola al reportero barbudo, mi padre me hubiera dado esa corbata que yo le regalé. Andrés querido: cuando quieras, te compro la corbata. En ella puedo ver la pistola que no debí vender, el auto en llamas, el premio hecho pedazos, la sonrisa de mi padre tres días antes de morir.
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